jueves, 20 de marzo de 2008

Lo mejor es quedarse en casa por Orlando Barone

Qué manía de querer irse afuera los fines de semana largos. Por qué no se quedan en casa y se evitan tanta rabia y desesperación en días que deberían ser felices. ¿Qué los anima a ese padecimiento insalubre? ¿No les gusta quedarse en pareja disfrutando de la intimidad, saliendo a la tarde a pasear por Palermo, ir a comer a la parrillita de la esquina o encargar pizza o sushi y esperar al delivery despeinados en camisón o pijama? Están la televisión y el video. Y la radio, siempre y cuando se la apague cuando pasan la tanda de muertos. O se puede andar como turistas, con cara de Limbo, por la ciudad sin alejarse demasiado del barrio. O leer una novela fácil tirado en la cama y tomando mate, y sin enterarse de lo que pasa en el mundo. Cada tanto asomarse a la ventana y mirar hacia arriba. Y si se nubla pensar en los que se fueron y decir “pobres” como si les importara, pero en realidad están gozando por haberse quedado. También se puede dar vuelta a la manzana con el perro. Si es de raza. Acordarse de que es Pascua. Que Dios nunca dijo que para celebrarlo había que irse de vacaciones y reventar comiendo a lo bestia en Mar del Plata. Y mañana, mientras él se retuerce de dolor en la cruz, retorcerse de gula atorándose de bacalao y chupín en el Puerto. Todos quieren salir. Salvo los pobres que no eligen, y se quedan porque no tienen pasaje ni a las góndolas del supermercado y ni siquiera pueden llevar a los hijos al pelotero. Pero a todos los otros se les ocurre ir a la costa, al country, al pueblo de donde desgraciadamente emigraron. O al Spa, o a cualquier lugar adonde sientan que huyen de algo. De la casa. De la familia. De si mismos.

Entonces salen todos a la vez y taponan todo y se taponan unos a otros y se muestran los dientes para llegar primeros.

O para llenar el tanque antes que el surtidor se agote. Sacrifican a los chicos, al perro y a la abuela dentro del auto en embotellamientos insanos. Tardan quince horas en llegar a un lugar que se tarda seis. El nene ya no tiene pañales. El abuelo tantas horas no se contiene. El adolescente duerme y cuando se despierta en el camino de mal humor tiene hambre. Siempre tiene hambre: es lo único que tiene. Otros deambulan como mulas por las rampas de las terminales de ómnibus. Arrastran las valijas desorientados, mascullando un rencor recóndito contra el destino de ser argentinos en vez de escandinavos. Mientras en medio de ese caos tratan de descifrar qué cuernos está anunciando el altoparlante, porque no saben si aquel ómnibus que ya se alejó del andén es el que deberían haber tomado. Todo explota: los aeropuertos y las estaciones de tren, y los baños: a los que es mejor no entrar sin ponerse en puntas de pie con los pantalones arremangados y con un barbijo antiséptico. Y no hay carretera que alcance. Cuando no hay piquetes de pobres hay piquetes de ricos. O piquetes de vacas sueltas. El contagio es imparable. La culpa la tiene el “Perro” Santillán que fue el pionero. Además se acaban la carne para el asado y las roscas de Pascua. Y los huevitos de chocolate falso son incomibles. Los cajeros automáticos ya fueron vaciados por el malón. No hay caso por más que se los patee. Dentro del auto la familia harta del viaje empieza a discutir porque hay demasiado aire acondicionado o porque hay poco. El que maneja empieza a arrepentirse de la inversión. Y todavía faltan cuatro días para pasarlos juntos. Quiera Dios que haga buen tiempo. A eso le llaman escapada. Pero si no hay necesidad de escaparse. Porque nadie puede huir de la condena de si mismo. Por eso lo mejor es quedarse en casa.